La práctica de la relación y la circulación de autoridad en el aula en tiempos de final de patriarcado*
* Agradezco la invitación de mi querida Marcela Valera y a Tierra Violeta a hablar en el Encuentro Internacional con Mujeres Feministas (evento en línea en el que participé en septiembre del 2023). Como en muchas ocasiones, la inspiración llegó en la forma de invitación por parte de una mujer por la que siento afecto y admiración. Puedo decir que, alegremente, obedecí.
Quiero reflexionar en torno al origen
materno y femenino de la enseñanza y el cuidado, especialmente como profesora y
en torno a la disciplina que llamamos pedagogía.
Desde mi experiencia, mis errores,
dolores y descubrimientos felices, me inclino a pensar la crisis actual de la
educación como una crisis de la autoridad materna y proponer la necesidad de
recuperar la noción de relación y de autoridad en la enseñanza, así como en
todas las dimensiones de la convivencia en el mundo que compartimos con otras y
otros.
Quiero cuestionar el dogma posmoderno de
que la rebelión es el inicio de la libertad.
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Hace un buen tiempo que algunas de
nosotras (espero que muchas) descubrimos que la palabra autoridad proviene del
latín auctoritas, que a su vez se deriva de augere y que su raíz
no solo etimológica, sino de sentido, de origen, es femenina (y materna).
Porque augere significa hacer crecer, magnificar…
Pero al mismo tiempo, asistimos a una
desatada crisis de autoridad, una crisis que afecta a toda la sociedad y cuyas
manifestaciones no son, como sostuvo por mucho tiempo el pensamiento masculino,
más libertad, sino más violencia, y cierto renacer del autoritarismo expresado
en opciones políticas cada vez más extremas. Crisis que, por cierto, nos
afecta, interviene en nuestras relaciones, no ya (o no solo) con los hombres,
sino en las relaciones con otras mujeres. Es decir, en nuestro estar en el
mundo.
¿Cómo se conecta esto con el quehacer de
una profesora?
Sin duda que varias generaciones de
adultas y adultos actuales provienen de una época en que la educación giraba en
gran parte en torno a una forma autoritaria de enseñar, más bien, adoctrinar en
muchos casos, y que, en esa tradición, patriarcal y violenta, lo que se hacía
era ejercer el poder.
Y en la actualidad, parece que,
recordando los errores y terrores de esa forma de educar, pasamos a un extremo
en el cual se dice que las profesoras estamos en una relación de
“horizontalidad” con nuestras estudiantes. Que casi no hay distinción e incluso
sería abusivo intentar hacer distinciones.
Y tenemos luego, claro, el problema de
que quienes hemos seguido el camino de ser profesoras nos paramos con
dificultad ante nuestras estudiantes, porque no sabemos a qué atenernos para
intentar enseñar.
Justamente, creo que cualquiera que se
vea en la situación de pararse ante un curso a realizar una clase, sabe que su
aula es uno de los espacios en que dicha crisis de autoridad se manifiesta de
forma más cruda, y peor aún, que es en la educación donde esta crisis tiene sus
consecuencias más terribles
¿Cómo se puede aprender de alguien en
quién no se confía y a quién no se respeta? ¿Cómo se puede enseñar a quién no
te respeta y a quién desconfía de ti?
Pero todo esto no es más que otra
voltereta de falso dilema, tan típicas del patriarcado, como si tuviéramos qué
elegir entre autoritarismo y ruido.
Tengo que regresar a mis recuerdos de
niña para responder a estas preguntas.
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Sé que mi escuela, esa casa de paredes amarillas
y techo rojo, completamente construida en madera, a la que asistí por 6 años
que me parecieron eternos y siguen resonando en mis recuerdos, fue la mitad más
apreciada de mi primera infancia. Sus olores, colores y sonidos siguen
presentes en mis sueños.
De todos los recuerdos, sin embargo, el
más fuerte y aquel que puedo sentir vivo prácticamente cada día de mi vida es
el de mi Maestra Melania, la mujer gracias a quién soy profesora, a quién quise
parecerme, de quién aprendí conscientemente y cuyo reconocimiento aún me llena
de orgullo y felicidad cada vez que la recuerdo.
Se trataba de una mujer muy seria, severa,
mayor… De hecho, había sido maestra de mi mamá Laura y de mi tías y tíos,
dejando en sus lejanas memorias de infancia la imagen de una mujer temible…
Cuando llegó a mi escuela amarilla,
estaba en la última etapa de su carrera como maestra normalista[1].
Como normalista tenía sobre sí misma una
imagen muy digna, una cultura general enciclopédica (o así me lo parecía,
impresionada como quedé desde que la escuché por primera vez) y un carácter
severo… Pero también, la pasión por enseñar que no te puede inculcar ninguna academencia[2].
Con ella nació mi pasión por la
historia, por la lectura y por la ortografía, que aún me acompañan y terminaron
por dar forma, de una manera curiosa, pero real, a gran parte de mi
personalidad. La profesora Melania vio en mí inquietudes que nadie más presente
en mi infancia vio, o al menos, si las vieron, no las valoraron, como mi
curiosidad y mis ganas de aprender… Pero ella me prestó sus viejos y gastados
manuales de historia, unos libros amarillentos de letra pequeña, llenos de
datos y exclusivamente dedicados a la historia de los hombres, pero lo
suficientemente entretenidos como para capturar toda mi atención y hacerme sentir
que estaba descubriendo secretos terribles e importantes que pocas y pocos
conocían.
Diré esto con intención de extenderme
sobre ellos después, hoy creo que también vio mi necesidad de obedecer, dejarme
guiar, de reconocer, en otras palabras, Autoridad.
Hace unos días, en un curso que tengo la
infinita suerte de compartir con mi amiga Marisol Torres Jiménez, escuchándola,
entendí algo sobre mi relación con ella.
Al enseñar, y seguramente sin
proponérselo, ponía a disposición de quien quisiera tomarlo su Amor de Maestra.
Y yo, que estaba necesitada, deseosa y carente, lo tomé a manos llenas.
No fue necesario ni siquiera que
dirigiera su Amor a alguna de sus estudiantes, ni a mí, al menos no
directamente, simplemente estaba allí, lo emanaba, lo ponía a circular en esa
sala de piso lustroso, encerado, y ventanas pequeñas.
Puedo decir que, de todas las etapas de
mi formación intelectual, que inesperada, casi accidentalmente me llevaron años
después a la universidad y hasta a un posgrado, en esos años en que ella me
hizo clases aprendí más nunca. A ella debo la base de mi formación,
probablemente muchas de mis mañas, obsesiones, eso que, si una ama aprender y
enseñar se puede señalar como estilo, lo aprendí de ella. Y seguramente,
una que otra cosa le copié.
Aquello que a veces se usa como
discurso, es decir, en hablar por hablar, aquello de: “hagas lo que hagas, pon
tu corazón, hazlo por amor, etc.”, la idea de que solo tiene sentido lo que
hacemos por y con Amor, es la verdad más sagrada y absoluta que puedo decir al
mundo[3].
Confiaba en ella totalmente, le creí (vi
como algunos de mis compañeras/os la rechazaron y cómo desconfiaban de ella).
También la escuché decir cosas terribles, respecto a las que entonces intuí estaba
equivocada, y hoy sé que lo estaba. Por supuesto, mi maestra solo era una
mujer, como cualquier otra, podía equivocarse, pero esa, justamente esa
mujer, fue mi Maestra.
La infalibilidad no entra aquí entre los
criterios que aplico para reconocer Autoridad. Afortunadamente, sigo así hasta
estos días. Soy sin duda una mujer con mucha suerte y compadezco a aquellas que
buscan en la otra una suerte de perfección y reflejo inmóvil que siempre las
llevará a la decepción y posiblemente, al quiebre.
3
Obedecer, que significa saber escuchar (y me lleva a la escucha pasiva de la que habla Andrea Franulic Depix), y en mi caso, no rebelarme, fue y sigue siendo una de las más fecundas fuentes de mi libertad.
Se ha dicho, con verdad, que para
nuestra libertad la necesidad de interlocutoras magistrales es mayor que la de tener
derechos. Magistral es pues, la que se puede convertir en Maestra.
Hoy, al final de patriarcado, ¿cuántas creencias
se vuelven superfluas, incluso contrarias a la libertad de las mujeres? ¿Siguen
siendo la rebelión y la rebeldía la medida de nuestras vidas, su horizonte de
sentido?
Reconocer la necesidad, apegada al deseo
cuando este es genuino, de mediación femenina, es el camino que me guía en mi
práctica como docente. Igual que cuando me relaciono con niñas y niños, solo
puedo acceder a esa relación en apertura real cuando recuerdo y traigo al
presente la niña que fui, como profesora solo puedo entablar la relación con
mis estudiantes poniendo en juego lo que fui y lo que necesité como estudiante.
Pongo, pues, mi amor por lo que enseño
en juego, a libre disposición de quién quiera tomarlo, si lo necesita.
Restituir, reconocer, son hoy palabras
claves de mi vida.
Retomo aquello del final del
patriarcado. Este final pasa por nosotras, de nosotras depende. Ese es, desde
mi punto de vista, el mensaje principal que nos entregaron en 1996 las Mujeres
de la Librería de Milán.
Somos nosotras las que tenemos que
instalarnos en ese borde del camino, en ese descanso, a tomar aire. Debemos
instalarnos allí, al final de esa larga pesadilla y plantearnos su final. Mirándonos,
reconocerlo en nosotras.
La lectura de Emily Dickinson, mística
poeta de Amor, me ha traído de vuelta la palabra Paraíso, y su condición de
situación original. Como mujer, me ubico allí.
Restituido el Paraíso, muchas cosas
serían innecesarias, como dije, incluso contrarias a la libertad: la lucha, la
resistencia y la rebeldía me parecen de las primeras. La desconfianza, la
primera.
Creo firmemente que la autoridad en su
sentido real, femenino, puede ser la salida a casi todos los conflictos de
relación que depredan el mundo, incluida aquel que se ha llamado “crisis de la
educación” que poco o nada tiene que ver con cuestiones como la “calidad”, la
inversión per cápite o los puntajes obtenidos en pruebas estándar.
Pero claro, solo ve quien quiere ver.
Quien tiene ojos para ello (y poco se puede esperar de nuestros denominados líderes
políticos en este sentido, ciegos como están, por elección, por adhesión a
las ideologías).
En esta experiencia, que no es otra cosa
que relación en su sentido fuerte, originario y femenino, la de ser profesora,
intento cada vez situarme por fuera del patriarcado, lanzando mis dados,
apostando porque pase algo, entre nosotras, entre el mundo y yo.
Ya sabemos que la autoridad no es algo
que se ejerza, se imponga o se detente, sino que sucede, circula, cuando la
otra o el otro la reconoce.
Como todo lo que vale en la vida, no
está asegurada, sino que se juega en cada partida.
[1] Una
escuela de formación de maestras -y maestros-, inspirada en Francia, que fue la
más famosa y probablemente la más influyente en Chile cuando la educación se
transformó en una cosa de Estado y cuando la enseñanza primaria, llamada básica
en mi país, se volvió derecho y obligación. Paradójicamente, cuando el rol
estatal en la educación se generalizó y pasó a ser dominante, entrando el siglo
XX, las escuelas normales comenzaron lentamente su declive, y con la dictadura
militar, estas escuelas fueron eliminadas por no ser lo suficientemente
académicas.
[2] Término
acuñado por Mary Daly para dar cuenta de la escisión del mundo, artificiosa y
maligna, que se lleva a cabo en los espacios institucionalmente legitimados
para crear una parodia del conocimiento.
[3] El mayor
peligro de la frivolidad es justamente su poder para quitar el corazón a cosas
sagradas, retuerce y denigra verdades para hacer que sospechemos de ellas, para
destruir nuestra confianza en ellas.
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