NosotrEs es el nuevo NOSOTROS. La trampa del lenguaje inclusivo

En primer lugar, quiero advertir que esta no es una aproximación de orden gramatical-lingüística, en su sentido estricto disciplinar, al asunto del lenguaje, sino una de tipo político y simbólico. Voy a justificar esto, porque se sabe que los idiomas se transforman con el paso del tiempo y de acuerdo a los cambios culturales que se producen[1]. Y además, porque, para la comprensión extendida del término política que propusieron hace ya décadas feministas radicales como Kate Millet, Sheila Jeffreys, Margarita Pisano, Lía Cigarini, entre otras, el idioma es parte de los objetivos políticos feministas, y puede ser y es comprendido como uno de los componentes de la opresión que sufrimos las mujeres, ya que esta se expresa no solo de formas materiales sino también simbólicamente[2]. Asimismo, puede ser y es, una herramienta clave para el ejercicio de nuestra libertad como mujeres.
Entrando en materia, comenzaré afirmando que el “lenguaje inclusivo” se ha convertido en una bruma en la cual las mujeres hemos vuelto a desaparecer.
Las demandas por nombrar a las mujeres, provenientes del feminismo, movimiento político y teoría, tenían como objetivo visibilizar la condición humana de las mujeres, así como su diferencia en relación a los hombres, y derribar, de esta forma, el patriarcal y astuto equívoco que pretendía representar la universalidad de nuestra especie encarnada en la simbolización del cuerpo masculino. Como sí, al igual que en el mito bíblico, las mujeres pudiéramos ser reducidas a una parte del cuerpo simbólico de los hombres.
Así, por ejemplo, muchas de nosotras que fuimos educadas escuchando y admirando la Historia y las hazañas del Hombre, encontramos en las luchas visibilizadoras en la década de 1970, un respiro y nos atrevimos a comenzar a escribir, hacer clases e investigar, no solo nombrando a las mujeres, sino teniéndolas como sujetas dignas de ser estudiadas. Para nosotras fue vital conocer los ejemplos de la apertura, en las academias gringas y europeas, de cátedras, programas y postgrados de estudio de la mujer, con todas sus letras: M-U-J-E-R. Y por cierto, ningún estudio de las mujeres habría sido posible sin antes haber hecho o presenciado el acto simple y breve de nombrarlas y nombrar-nos.
Bajo estas premisas, por ejemplo, surge una de las investigaciones más relevantes e influyentes respecto a los posibles orígenes del patriarcado y de la opresión de las mujeres por los hombres, bajo la erudita mirada de la historiadora Gerda Lerner, su clásico: “La creación del patriarcado”, texto que nunca me cansaré de citar, no solo por sus hallazgos (refutando a Engels), sino también por su enfoque político (reivindicación de la historia de las mujeres) y sus recomendaciones metodológicas (uso fuentes arqueológicas, literarias y artísticas, su análisis de la influencia de los códigos y de las religiones, etc.).
Mirando hacia el pasado, el mío, como historiadora, incluido, probablemente, las razones por las cuales reclamamos la visibilidad eran las de la igualdad, un esfuerzo por aparecer al lado de los hombres en su historia. Y así, nuestras razones eran insuficientes, pero al menos nos atrevíamos a nombrarnos. Seguramente, la cortedad de nuestras ambiciones nos jugó en contra. No sería la primera vez que nos fallamos a nosotras mismas por ser mesuradas[3].
En todo caso, esto siguió un derrotero muy diferente al que las feministas pensaron, cuando, décadas después, las perspectivas de género expulsaron los estudios de la mujer, la historia de las mujeres y cualquier atisbo de feminismo real de las academias, y sobrevino la hegemonía posmoderna. Hegemonía irracionalista, que coquetea con el fascismo y persigue al pensamiento crítico, y no, como dice su buena propagada, explosión de diversidades y libertades[4].
Esta hegemonía, que ha resultado una exitosa reacción del orden patriarcal, en la medida en que mantiene intacta su idea nihilista de la humanidad, se impuso, por una parte, bajo las medidas económicas que desarmaron lo que se había construido, bajo los estados de bienestar, respecto a derechos y garantías sociales para las mayorías trabajadoras (vía Reagan y Tatcher, en EE.UU. y el Reino Unido respectivamente), y, por otra, desarmando al feminismo como movimiento político colectivo y como teoría. Esto último se produjo, reduciendo sus posibilidades de análisis a un individualismo solipsista, por medio de la penetración de la teoría queer, que logró hacerse un lugar dentro de ciertos feminismos proclives a las demanda de los hombres e inmersos en el discurso de la igualdad, como el liberal o la deriva identitaria exacerbada.
En la academia, estas expresiones fueron las que terminaron por triunfar, en sus formas más sofisticadas: el género y las perspectivas de género.




Y cuando hablamos de “género”, caemos en un abismo de posibilidades, que cumple con borrar lo más evidente. Resulta que todo el mundo tiene o puede tener un género, en el sentido de que el orden patriarcal del mundo ordena a la humanidad de acuerdo a asignaciones genéricas. No estoy hablando aquí del hecho de ser una mujer (o un hombre) que corresponde a realidades biológicas materiales y simbólicas irreductibles, sino de la asignación jerárquica de roles según seas mujer u hombre.
Por supuesto, los hombres tienen género, y eso es lo relevante. Porque de esta manera, puedes estudiar la masculinidad de los hombres desde las perspectivas de género[5]. Y allí surge un primer problema, esta aproximación despolitiza los problemas del patriarcado y se vuelve meramente descriptiva y superflua: los hombres son masculinos, estas son sus masculinidades, bla-bla-bla…: ¿es relevante para nosotras, feministas, estudiar a los hombres y sus perogrulladas? Si fuéramos investigadoras neutrales, sumergidas en el delirio masculino del sujeto universal y de la objetividad, podríamos seguir así: estudiando la(s) masculinidad(es)… Pero no lo somos. Cuando nos asumimos feministas, asumimos con nuestra historia, con las mujeres y con nosotras mismas un compromiso y una responsabilidad política.
En segundo lugar, nos hundimos en el estudio de las identidades, de la autopercepción, de la ostentación de la masculinidad, ¡de los sufrimientos de los hombres!, y olvidamos que se trata de una situación de poder, de un estatus de privilegios, una expresión de la material y cuantificable posición, así como simbólica, de supremacía de los hombres… En el género caben los hombres, en sus mil facetas: gays, travestis, heteros, trans (estoy hablando de hombres, no de mujeres con problemas de misoginia internalizada que desean mutilar sus cuerpos). Y, de tanto estudiar “géneros”, las únicas que no aparecen en ninguna parte son, nuevamente: las mujeres…
Y, lo que lo que prima en la academia es el género, precisamente por su pretensión de neutralidad, de representatividad transversal, de inclusión. Lo que sabemos, como feministas, es que la neutralidad, la igualdad y todos esos derivados son expresiones de patriarcado y son las diversas máscaras mediante las cuales el rostro del hombre se oculta para llenar los espacios de la humanidad, para mantener intacto el falocentrismo. Género en su uso actual es justo lo contrario a feminismo, y no su sinónimo como nos quieren convencer desde todos los altavoces del pensamiento hegemónico.
Entonces, hoy decimos “violencia de género”, reclamamos por la justicia de “géneros”, la igualdad de “género”, hablamos de “personas gestantes” y así una serie de malabares eufemísticos que invisibilizan a los hombres como agresores y diluyen el hecho de que somos las mujeres las que morimos en los feminicidios, las que somos violadas y prostituidas, y, lo más importante: las que necesitamos recuperar la autonomía de nuestros cuerpos sexuados.
Todo esto nos pone frente al hecho de que este no es un asunto de “géneros”, sino que se trata de la vieja opresión sexual que los hombres ejercen sobre las mujeres en el patriarcado. Y no, no se trata de que haya muchos géneros y nombrarlos a todes vaya a cambiar el orden patriarcal del mundo…
Así, después de tan largo rodeo, y volviendo al tema del lenguaje inclusivo, podemos decir que desde la década de 1970 hasta ahora, hemos dado un giro de 360º. O sea, una voltereta espantosa y espectacular tras la cual hemos vuelto de cabeza a la hegemonía del pensamiento masculinista, Pisano dixit.
Hoy, con el uso indiscriminado y de moda de “es” y “x” para hablar de “niñes”, “persones”, “amigxs” y etc., en el fondo, seguimos hablando de los hombres y para los hombres. No es casualidad que esto se haya popularizado y sea publicitado como el epítome de los disruptivo, es más bien, un nuevo intento por hacernos perder de vista nuestra existencia como mujeres: variadas, complejas, de múltiples orígenes, que por nuestra propia complejidad no necesitamos de “aditivos” para validar nuestro derecho y la necesidad de nombrarnos.
Entonces, haciendo un cuadro muy breve, pero, creo, descriptivo del asunto, esto es lo que ha pasado:
1. Las mujeres demandan, como parte del movimiento feminista, su derecho a ser nombradas y por lo tanto, reconocidas como seres humanos en la historia, la literatura, etc.;
2. Ese movimiento es cooptado por lo poderes patriarcales y capitalistas en su fase neoliberal (el contraataque neoconservador de la década de 1980), que recluta a falsas feministas y supuestos hombres feministas que reemplazan al feminismo por el género. Esto implica la despolitización del feminismo, adoptando una parte más o menos inocua del potente marco teórico que el feminismo había construido, seleccionado algunos elementos del discurso feminista, pero, tergiversado hasta subsumir a las sujetas mujeres en un amplio y amébico conjunto de “diversidades” masculinas (el vaciado de sentido político del lesbianismo, por ejemplo, hasta emparentarlo con la homosexualidad masculina y reducirla a una mera “orientación sexual”);
3. Surge una batería de eufemismos que logran desactivar la pequeña bomba del lenguaje feminista y regresar a los hombres al centro de todo… Es el triunfo del feminismo liberal y su derivado ‘queer’, transformados hoy en día, en la hegemonía feministas institucional, mediática y académica;
4. Esta situación, ha desembocado en el uso actual de supuestas palabras neutrales que no necesitan nombrar específicamente a los hombres, que siempre han estado nombrados y siguen siendo, en la realidad material, el colectivo dominante y, por lo tanto, están de todas maneras nombrados como el ser humano universal, mientras, por nuestra parte, las mujeres hemos sido absorbidas por una bruma que, supuestamente, nos contiene en el silencio y en la invisibilidad.

Bien, yo, sostengo que se sigue nombrando a los hombres. Creo, que basta con ver la deriva que han tomado los movimientos llamados de la diversidad o disidencia sexual para comprobarlo: la exclusión histórica de las lesbianas (por ser mujeres), ha sido largamente descrita por Jeffreys o Radclyffe… Así, cada letra que se incluye en lo que a estas alturas parece el movimiento “sopa de letras”… representa a más y más hombres: G, T, B, pero, sobre todo, se representa a sus intereses y su visión del mundo. Las marchas de las supuestas “diversidades” están ampliamente dominadas (una palabra precisa para describir el fenómeno) por los hombres y lo ocurrido en las Gay parades de los últimos años en todo el mundo lo comprueba, aunque estos se maquillen o se disfracen de mujeres, gates o sirenes… (No estoy exagerando ni caricaturizando, quisiera estar exagerando, pero no, describo la realidad).
La ventaja, sin embargo, la novedad, de este nuevo momento de la supremacía masculina, es que esta vez, al haber encontrado los hombres nuevas formas de nombrarse que no pasan por usar el pretendido masculino universal… Esta vez, nos pueden decir que no tenemos nada de qué quejarnos. En toda la maroma de “e”, “x” y etc., deberíamos sentirnos representadas. Deberíamos callarnos.
Ante todo este panorama, sigo pensando que es más decente usar pronombres, artículos y palabras que, en general, nombren tanto a hombres como a mujeres. Porque así, por lo menos, hacemos el intento honesto de dar cuenta de la presencia y de la existencia de los dos sexos biológicos que componen a la humanidad. Si me presionan, incluso afirmaré que prefiero que se hable DEL HOMBRE, ya que, de esta forma, haremos evidente el androcentrismo. Y veremos que hacer al respecto.
De todas maneras, como feminista lesbiana radical de la diferencia, mi opción es política, es decir: yo opto por usar el femenino, porque así me nombro y nombro a mis semejantas. Por lo menos en lo que al proyecto de construir un mundo feminista, y al feminismo en general, uso y usaré las palabras que me permitan nombrar, sin posibilidad de dudas, a las mujeres como el centro de mis preocupaciones, de mi amor y de mis pensamientos.

Doménica Francke-Arjel (2018).

Bibliografía citada en este texto:
Lerner, G. (1990): La creación del patriarcado. (Enlace: http://repositorio.ciem.ucr.ac.cr/bitstream/123456789/126/1/RCIEM109.pdf)
Millet, K. (1969): Política sexual. (Enlace: https://mega.nz/#!tkNBRDxS!wregG8VEuA_QSN4sz0iYmcq-52ZB0lh1ebfHU15vn_Q)
Radclyffe, M. (1995): Activism, Part I. (Enlace: http://www.geocities.ws/fatbear1965/lesboactiva.html)
Pisano, M.: El triunfo de la masculinidad. (Enlace: http://pmayobre.webs.uvigo.es/pdf/pisano.pdf)
Muraro, L.: (1991) El orden simbólico de la madre. (Enlace: http://bibliotecafeminista.com/1440/)
Lonzi, L.: (1972) Escupamos sobre Hegel. (Enlace: http://bibliotecafeminista.com/escupamos-sobre-hegel/)


NOTAS


[1]Debo agradecer a la profesora C. Collters por la siguiente observación: “La lengua tiene flexión de género y número...y son para usarse. Y si no, la lengua ofrece la posibilidad de inventar nuevas palabras; la lengua está viva y en constante cambio frente a las realidades nuevas que enfrentan quienes la usan, es decir, las usuarias y los usuarios de la lengua.” Esto me lleva a pensar que, desde un análisis gramatical también se puede llegar a las mismas conclusiones planteadas aquí.
[2] La experiencia vital humana, material, sexuada, corporal, posee una dimensión simbólica tan real como la carne. Esta comprensión, así nombrada, se la debo a escuchar atentamente a Andrea Franulic, a quien admiro profundamente.
[3] Me refiero a que queríamos ocupar un sitial en la historia y en el mundo de los hombres, en lugar de rescatar nuestra historia para nosotras y para encontrar nuestro propio espacio como la mitad del mundo que somos. Esto lo llegué a comprender después de mucho andar por los espacios masculinos y solo después de encontrar a teóricas del feminismo de la diferencia, sobre todo a través de Andrea Franulic y Margarita Pisano. Entre las teóricas que puedo mencionar están: Luisa Muraro, Carla Lonzi, Lia Cigarini, María Milagros Rivera-Garretas.
[4] Si debo entregar ejemplos de esta afirmación, me parece que el mejor de todos es el triunfo en países con gobiernos progresistas (izquierda o socialdemocracia) de la agenda transactivista, la cual demanda la desaparición del sujeto mujer como realidad biológica, y su reemplazo por una serie de esencialismos esterotípicos respecto a la feminidad. Esto ha llegado al punto que, en nombre de una hipersensibilidad trans, se prohíban y ataquen reuniones o eventos académicos en los cuales se expone una mirada crítica a las políticas de identidad de género. Feministas lesbianas como Sheila Jeffreys o Linda Bellos, por ejemplo, han sido denunciadas y perseguidas.
[5] Yo misma lo hice en otra etapa de mi vida, en algunas investigaciones históricas, porque no sabía de feminismo y estaba ansiosa por entender ciertas cosas.

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