Sexo y diferencia sexual: trampas patriarcales y verdades femeninas






Parto este texto pensando en estos dos elementos comunes de la sexualidad actual que nunca me gustaron, ni me excitaron (en un sentido erótico), más bien me perturbaban severamente, y creo que mi rechazo proviene del mismo lugar en mí, o del mismo sentir, hablo de la pornografía y de la idea de “eyaculación femenina”. No serán el centro de mis reflexiones, pero sí me sirven para desatar estas palabras.
Sobre la primera, me parece, se ha dicho bastante respecto a su carácter misógino, y la violencia que se practica y se fomenta en ese negocio perverso y millonario. Se habla de su influencia negativa en los jóvenes, quienes se educan sexualmente naturalizando la violación y toda clase de humillaciones y violencia contra las mujeres, mientras éstas aprenden a erotizar el dolor y ser complacientes aunque eso lleve al extremo de fingir que disfrutan ser lastimadas.
En cambio, creo, no se debate lo suficiente respecto a sí lo que el porno expresa sobre la sexualidad y el deseo de los hombres es verdad, o tiene alguna base real, o se fundamenta en algo más que una extraña tautología: la pornografía es violencia sexual masculina y provoca la violencia sexual masculina que es porno y... etc., en una espiral interminable.
Por otra parte, desde hace un tiempo se ha popularizado la idea de que las mujeres “eyaculamos”, y, sobre todo, que hacerlo es el epítome del “progresismo sexual”, y por lo tanto, una demostración de emancipación y desinhibición sexual de lo más deseable.
He visto libros, charlas y talleres relativos a la eyaculación femenina, y leído sendas hipótesis respecto a de dónde proviene ese fluido que evacuaríamos, así como enredadas explicaciones de su posible vinculación o desvinculación con el orgasmo.
Respecto a esto, un par de aspectos que señalar, muy llamativos: 1. La supuesta existencia de una “próstata” femenina (¿?) de función desconocida y ubicación altamente especulativa que produciría ese líquido igualmente desconocido en cuanto a su utilidad; 2. Su dudosa vinculación con el orgasmo o siquiera con el placer, ya que, de acuerdo a las “especialistas” en el asunto, puedes o no sentir placer o un orgasmo que anteceda a la mentada evacuación, lo cual me hace pensar cuál sería su relevancia (ya desconocida su función) en la sexualidad o liberación sexual de las mujeres; 3. La idea de que para que ocurra es necesario estimular algún punto misterioso mediante la penetración con pene, objeto o dedo(s) (¿punto G, eres tú?), ubicado dentro de la vagina femenina. Una bonita forma de resituar (contra la realidad del cuerpo y el saber femeninos) nuestra sexualidad en la vagina[1].
Lo cual nos pone ante la necesidad de manejar técnicas muy específicas y elaboradas de estimulación que logren ese preciado efecto (al tiempo que generan ingresos a las expertas en eyaculación femenina). Por otra parte, lo ya señalado, ¿para qué se reivindica y se busca la mentada eyaculación femenina?*
Resulta interesante señalar en este punto, que el énfasis de todo el  fenómeno está puesto en la posibilidad de conseguir, pero, sobre todo: registrar y evidenciar la ocurrencia de la eyaculación, y de ello se ha ocupado bastante aquella quimera denominada “posporno”. (Sé de hombres que se jactan de saber “cómo”, dónde presionar y cuánto). Y aquí es posible, creo, empezar a elaborar relaciones…
Pues bien, el principal, quizás único objetivo de toda la parafernalia detrás de la idea de eyaculación femenina es la de imitar la sexualidad de los hombres en su “espectacularidad”. El deseo de alcanzar la igualdad con los hombres es una fuerza muy poderosa y se expresa de las más inesperadas maneras.
Desde mi punto de vista, el porno es una expresión del carácter de la sexualidad masculina patriarcal, igual que lo fue el mal llamado “arte erótico” de sociedades pre modernas (penes dibujados en murallas de la Antigua Roma, tan groseros y ridículos como cualquiera que pueda encontrarse hoy en los asientos del transporte público), y ambos se han ocupado de mostrar de forma pormenorizada y continuadamente lo que constituye el núcleo de la identidad patriarcal de los hombres: el falo. Es decir, la sexualidad violenta de los hombres requiere de esa espectacularidad, de mostrar, de exhibir y ser observado.
Como digo, esto no constituye un fenómeno reciente, moderno o propio del negocio actual del porno, se trata más bien de un aspecto de la sexualidad masculina conocido desde épocas históricas muy lejanas, y estrechamente vinculado al hecho de que los hombres han usado (y usan) sus penes como si fueran armas, al mejor estilo de primates de otras especies: blandiéndolos como símbolo de su “potencia” y/o usándolos para agredir a las mujeres (niñas, niños y otros hombres):
«El pene erecto es una señal de poder, de rango y de amenaza dentro del mundo animal, que expresa el comportamiento agresivo del macho; a la hembra le quedan las alternativas de la sumisión o la fuga. «El órgano copulativo masculino es una estructura subsidiaria que se ha desarrollado en un tiempo sucesivo y solo en aquellos animales cuyo comportamiento durante el acto sexual era tal que se adaptaba a su presencia. Las relaciones de jerarquía y de fuerza existente entre los sexos han tenido un papel de primerísima importancia en la determinación de la posición asumida por macho y hembra durante el acoplamiento. El perseguidor más fuerte y autoritario afirmaba su propia supremacía montando sobre la espalda de su compañero… En lo tocante a los mamíferos, incluido el hombre, no es verdad que la cópula se produzca así porque poseen un pene; todo lo contrario: tienen pene porque el comportamiento sexual de sus antepasados —que carecían de él— preparó el camino para su desarrollo». (W. Wickler).” (Carla Lonzi: La mujer clitórica y la mujer vaginal, 1971, p. 56).
Tenemos, pues, una más que fiel representación de la sexualidad depredadora masculina en lo que hace la pornografía, ya que esta funciona como esa plataforma en la que el pene puede exhibirse en toda su potencia agresora, penetradora, incluidos los atributos de tamaño, capacidad de sostener una erección por gran tiempo, etc.
No quiero ni considero necesario hacer un recuento pormenorizado sobre los usos violentos de la sexualidad masculina, pero al menos señalaré que son muchas y muy destacadas las feministas que han puesto atención en el asunto y lo han denunciado y analizado, incluidas las imprescindibles Kate Millet o Andrea Dworkin[2].
También se trata, al menos en el caso de Dworkin, de una mujer que vio y avisó del peligro de la igualdad y de su búsqueda, y específicamente de la idea de igualarnos al modelo sexual masculino, y como ya he señalado, me parece  que el interés obsesivo por demostrar que las mujeres “también” eyaculamos, forma parte de este camino errado, la búsqueda de la igualdad con el sexo que ha llevado a la humanidad (y a todo el planeta) a su miseria:
No hay libertad o justicia en usar el lenguaje de los hombres, el lenguaje de tu opresor, para describir la sexualidad. No hay libertad o justicia, no hay ni siquiera sentido común, en desarrollar una sensibilidad sexual masculina -una sensibilidad sexual que es agresiva, competitiva, cosificante y enfocada en la cantidad (…) Creer que la libertad o justicia para las mujeres, o para cualquier mujer individual, pueden ser encontradas en imitar la sexualidad masculina, es engañarse a una misma y contribuir a la opresión de nuestras hermanas. (…). Quiero sugerirles que comprometerse a lograr la equidad sexual con los hombres, es decir, a lograr una uniformidad de carácter en motivo o superficie, es comprometerse a volverse el rico en lugar de la pobre, el violador en lugar de la violada, el asesino en vez de la asesinada. Quiero pedirles que hagan un compromiso diferente -un compromiso para abolir la pobreza, la violación y el asesinato, esto es, un compromiso de terminar con el sistema de opresión llamado patriarcado, de acabar con el modelo sexual masculino en sí mismo. (…) Para los hombres, sospecho, ésta transformación comienzan en lugar al que más le temen -esto es, un pene flácido”. (Andrea Dworkin: Nuestra sangre, “Renunciando a la equidad sexual”, 1976).
El mismo carácter, la idea de demostrar una anhelada igualdad en la sexualidad con los hombres, me parece se manifiesta en prácticas como el “porno feminista” (posporno o como quiera que se llame), el twerkin, bdsm, etc., etc., cuando son difundidos entre mujeres.  Son meros intentos por mostrar una avidez por sexo coital, la violencia (implícita en el coito no reproductivo), y un deseo gatillado por impulsos básicos, sentido como una especie de instinto depredador, carente de compromiso emocional y de ternura… Una masculinidad sexual, en toda su decadencia[3].
El discurso de fondo es que nosotras también podemos participar activamente y disfrutar de la forma en que los hombres han concebido y practicado la sexualidad y el erotismo: ya no es necesario que nos obliguen, hemos descubierto por fin lo que nos gusta[4].
Respecto a la sexualidad y deseo femeninos, me parece que es posible encontrar excelentes lecturas, tanto en feministas como Anne Koedt o la propia Carla Lonzi, o en sendos informes estadísticos o testimoniales de sexólogos misóginos (como W. Reich, A. Kinsey), o el conocido Informe Hite (1976), de la sexóloga alemana feminista cuyo apellido lleva el citado informe. Toda la información recogida, así tenga una interpretación tendenciosamente masculina, permite afirmar que la inmensa mayoría de las mujeres no obtiene placer de ser sometidas al modelo sexual masculino, centrado en el coito, ni gusta de las penetraciones, por más prolongadas o gimnásticas que éstas resulten (de hecho, las sufren). El centro del placer de las mujeres es el clítoris, órgano único y de función precisa (y preciada), y no en la vagina, que si está involucrada en los procesos reproductivos (y en el coito, claro).
Una vez más, los hombres no solo se equivocan respecto a nosotras, sino que, sobre todo, mienten e intentan convencernos de su mentira para otorgarse sobre nosotras una autoridad que no tienen.
De todos los textos citados, La mujer clitórica y la mujer vaginal, de Carla Lonzi, me ha resultado el más iluminador y rico en epifanías. Escribiendo con valentía llevó sus ideas hasta sus últimas consecuencias. Lonzi ha logró tomar información que estaba a la mano, unirla con la experiencia y una honestidad lúcida, para crear un texto que interpreta desde la diferencia sexual y que apuesta de lleno por la autonomía de las mujeres, sin ceder a la mentira ni la (auto) complacencia.
Tengo la impresión de que cualquier mujer que leyera a Lonzi sin prejuicios, encontraría en ella señas de su propia libertad.
No me cabe duda de que esto se debe a que Lonzi se sitúo claramente del lado de la diferencia sexual femenina, pensamiento que a muchas nos ha abierto el camino de la libertad simbólica, la primera libertad, creo, a la que puede aspirar una mujer (y también un hombre, si le interesa a libertad).
La interpretación/propuesta que hace Lonzi respecto a ser clitórica, tiene todo que ver con el clítoris y su maravillosa función de placer, pero no solo con ella.
Desde su afirmación de la diferencia sexual, Lonzi parece responder, incluso, anticipar (si somos fieles a la cronología de los textos) a la pregunta y a la invitación de Dworkin: rechazar la colonización masculina. El camino que abre es el de la autonomía plena en cuanto seres humanos sexuados, habitando el mundo desde en cuerpo real, inmediato (por decirlo así), completas en sí mismas, y por tanto, plenamente abiertas a la experiencia vital: las mujeres clitóricas de las que habla Lonzi (ella misma lo fue) no necesitan perderse en los hombres para encontrarse ni completarse, y han resistido la colonización más terrible y profunda que ha existido en toda la historia de la humanidad: “La suya es una conquista de sí misma y de su propia femineidad que no se concentra en el ámbito complementario al ámbito del varón, sino que se expande fuera de la heterosexualidad patriarcal.” (Lonzi, Op. Cit., p. 76).
Nuestra sexualidad es liberadora, claro que sí. Cuando pienso en mi deseo y mi placer, cuando lo siento y lo experimento, nada en mí cuerpo lo asocia a  eyacular, al espectáculo o a la demostración de algún poder. Ahora, después de Lonzi, después de tanta experiencia femenina libre, después de tanta creación, de tanta verdad, ¿volveremos a negarnos?
Hagamos caso a nuestra verdad primera, la que encontramos cada día de nuestras vidas al vivirlas en nuestros cuerpos sexuados de mujeres.


(Escrito entre el 24 - 29 de junio y 24 de julio de 2019)

* Gracias, Diana, por los comentarios y críticas, y por motivarme a escribir y publicar.



[1] Cómo verán, no soy ni quiero convertirme en una experta en el tema en sus aspectos fisiológicos, lo que me interesa es expresar mi opinión respecto a sus consecuencias políticas y sus implicancias para la libertad de las mujeres.
[2] Millet lo hace analizando sus expresiones literarias en el clásico: Política sexual, y Dworkin reflexiona una y otra vez sobre ello en prácticamente todas sus publicaciones, de las que conozco más detalladamente, lo hace en varios ensayos de Nuestra sangre y en Intercourse. Asimismo, fue una de las mayores y más valientes críticas de la pornografía, y sus análisis siguen estando plenamente vigentes.
[3] Así también interpreto la idea de que hay mujeres que eligen y disfrutan de la prostitución, porque son desinhibidas y/o sexualmente libres, mientras se acusa al feminismo abolicionista de ser moralista y conservador.
[4] ¿No es este el mismo trasfondo discursivo en que ocurren las violaciones? En relación a “gustos”, no olvidemos que los hombres han inventado la fantasía de que a las mujeres nos gusta el pene y la penetración (incluso que “lo envidiamos”), aunque también se jactan de que le tememos, y a partir de esa misógina ambivalencia explican las agresiones sexuales: “Ella no lo sabía, pero quería”; “Dijo que no quería, pero se lo buscó”, “Quizás incluso no quería, pero finalmente, le gustó...”, etc.

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