La gracia

 


Pienso que tuve a la gracia siempre conmigo, desde muy pequeña, me veo libre, fuerte, desatada en carreras y curiosidad, sin miedo.

En algún momento la empecé a resistir, a evitar, a querer incluso desterrarla de mi vida. La primera pérdida de mi madre, tal vez, o algún otro suceso, externo o interno, pudieron haber iniciado en mí esta negación de mi gracia. Ahora mismo pienso que no importa tanto averiguar qué fue, a pesar de que por largos años pensé que era indispensable saberlo, sumida todavía, probablemente, en la ciénaga del pensamiento crítico que nos conmina a esmerarnos en desconfiar de nosotras mismas y en deconstruirnos.

Hoy no me importa porque descubrí algo más importante, que deja a ese extravío contenido dentro algo más grande, fuerte y decisivo para mi vida. Ese descubrimiento es la permanencia de la gracia en mi vida…

Epifanía de ser mujer, la llamé hace un par de años, cuando supe por fin de mi diferencia sexual, caí en ella, de la mano de otras mujeres.

Esto me sucedió después de mucho andar extraviada, contrahecha entre el vacío cultural (del que habla Carla Lonzi) y mi errado amor a las mujeres, que sentí desde pequeña.

Un amor errado como era éste, puede ser, es, de hecho, Amor verdadero. Era amor de lesbiana que pensaba a las mujeres como “otras”, sin ver en ellas lo que en mí misma había, sin ver en mí, lo que de ellas amaba: la semejanza.

Aunque este sea un casi desvío de este hilo, pienso ahora el por qué mujeres que admiro y amo no se nombran lesbianas, a pesar de su innegable capacidad y apertura al amor por las mujeres… Para quien nunca ha sentido la necesidad o deseo (o las dos) de nombrarse lesbiana, puede parecer una nimiedad, pero para quienes sí lo sentimos, se trata de una cuestión importante, estas mujeres nos han dejado perplejas muchas veces. Intuyo que la respuesta es mucho más amorosa de lo que se puede reconocer si no se sale nunca del discurso de “la política”, entendida como ideología y como mero ajuste de cuentas entre bandos (parafraseo de Lonzi, por supuesto). Intuyo que se trata de un amor que necesita, tal vez, mantenerse refugiado, habitando entre las mujeres sin hacer distinciones de este tipo.

Creo que para mí la respuesta es saber que ser lesbiana no implica de ninguna manera ser distinta a las demás, no se trata de la identidad, sino de nombrar mi amor, un amor específico, palpable, corporal, que se entrega de una forma muy precisa, que lleva el deseo contenido con ansias de que se derrame en la otra. Me digo lesbiana con una tranquilidad que no pretende nada fuera del amor, ni ser un símbolo ni un ejemplo de coraje, resistencia o lucha, y sin afán de sostener ninguna rebeldía, porque, en principio, no reconozco autoridad alguna en los patriarcas, ni me quedo a disputarles ninguna clase de poder. Solo digo que soy una mujer que solo puede sentir Amor, ese amor con cuerpo y necesidad de intimidad, con deseo y exclusividad, por otra mujer: lesbiana para darle nombre a una de las formas de mi Amor. Aquí el solo por otra mujer contiene en su centro gravitacional el saberme a mí misma, antes, mujer: ser mujer precede todo, como venir de otra mujer, mi madre, es mi propio principio... Mi ser lesbiana ni siquiera implica que no exista en mí la capacidad de amar a un hombre… De hecho, hace más de tres años que amo a un niño, con amor maternal y sin vergüenzas ni miedo. Y pienso que es muy probable que cuando él crezca y sea un hombre, lo siga amando, es más, eso deseo: que mi amor por él siga siendo posible.

Entonces, regresando a mi hilo principal, en mí devolver-me la gracia y el amor ha sido saber ver y decir mi diferencia sexual amando a las mujeres. O más bien, ha sido volver a ver mi gracia, recuperar la potencia infantil que sé que estuvo y que había enredado en algún lugar dentro de mí, debajo de capas de falsedad y miedo apilados. Regresar al amor verdadero sin error.

Dice Luisa Muraro que a pesar de que se reconoce ampliamente la importancia de las experiencias de la primera infancia, en la cultura, este reconocimiento no pasa de ser una nostalgia o una idealización. Gran parte de “El orden simbólico de la madre”, reza sobre esto, Muraro quiere que sepamos traer a nuestra vida adulta las certezas de entonces. Escribiendo esto se me vienen a la mente las palabras de Teresa de Jesús, escritas varios siglos antes: “vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña de que no era todo nada” (Es curioso, y dulce, como se cruzan los caminos del pensamiento en la memoria...)

 

Y recuerdo la única foto mía de cuando era pequeña (una foto que hoy en día está perdida). Era una foto a mis 5 o 6 años, junto a mi mamá Laura y unas vecinas que eran también sus amigas, en el campo, en medio de uno de esos hermosos e irrepetibles jardines del sur profundo chileno. Todas sonreían, mi mamá también, con sus ojos un poco tristes, su pelo negro largo brillando, su belleza, su juventud… Me recuerdo con una jardinera roja, que tenía un bolsillo en el pecho, con un conejo azul bordado encima, amaba ponérmela y cuando la tenía puesta, me hacía sentir la niña más bella y segura del mundo. Ponía mis manos en sus bolsillos laterales y miraba directo a la cara... En la foto, mis ojos se dirigen directo a la cámara, mis cejas gruesas enmarcan mi mirada seria y un poco desafiante. Recuerdo mi fuerza y mi confianza, la seguridad a toda prueba que me llenaba, capaz de decir todo lo que necesitaba decir, la verdad; me sabía amaba por mi madre, la amaba, así, sin grandes gestos, con Amor entero y presente. Eso era para mí el estado de gracia, vivía en la gracia y la gracia en mí.

Ya no soy niña y no existe ninguna forma en que vuelva a serlo, ha pasado mucho, el tiempo, la muerte, amor y desamor, y mucha vida… la vida. Tengo 41 años, soy una adulta. Una mujer que recuerda, que sabe que fue una niña, que sabe lo que fue. Y pienso que nada en el mundo me impide retomar la gracia como estado permanente de mi alma, al amor como sentido del alma que soy, ¿quién me lo puede negar? ¿qué poder o violencia me arrancará de mí misma?

Pienso todo esto como parte de mi propio fin del patriarcado, que es también un antes, originario y presente, nunca perdido, que nos puede impulsar a este después que tanto tiempo deseamos.

Amor y gracia son las únicas certezas que tengo, son suficientes.


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