Amor y relación en femenino libre
«Todo lo que sabemos del amor es que el amor es todo lo que hay».
Emily Dickinson
Resumen:
A partir de la
consideración de la relación como lo fundante de la existencia humana, y
también como lugar donde buscar la respuesta a la pregunta por su sentido,
quiero colocar al amor como centro de la experiencia vital femenina, intentando
ir un poco más allá de los discursos del individualismo y del colectivismo
modernos, también repetidos por mujeres, feministas o no. Para todo esto,
considero la relación como originaria e inevitablemente femenina (aún cuando de
ella participen criaturas del sexo masculino), y me propongo concentrarme en la
relación amorosa entre mujeres, materna y sensual, porque han sido mis propias
experiencias vitales las que me han abierto los ojos: reconocer mi diferencia
sexual, mi origen femenino, y amar a una mujer.
En realidad, el título de esta intervención lo es todo, pero lo es con un sentido de apertura, es decir, un todo que no se cierra al ser dicho, sino que se abre, como una espiral, un camino o un campo el cual quiero, acompañada, recorrer, explorar. La apertura se ha transformado en una idea recurrente en mi vida en los últimos años, y es que, hija de mi madre Laura, sé que mi existencia solo es posible gracias a su apertura/abertura creadora.
La relación funda la
vida, la humanidad, la existencia entera.
La relación es siempre de
a dos, y en su origen hay dos mujeres: madre e hija. La relación tiene
variantes, claro, que incluyen también la posibilidad de la existencia
masculina, la madre pare hijos, y al hacerlo, humaniza a los hombres.
Sin embargo, el hecho
primario de la existencia humana es que las mujeres la fundan, y esa fundación
es relacional.
La criatura humana lo es
porque ha sido creada y criada por su madre, así como somos traídas al mundo
por el empuje de nuestras madres por su canal del parto, y la madre nos entrega
el cuerpo -cuerpo tejido en sus entrañas, como dice Gabriela Mistral-
nuestra madre nos ofrece el mundo (y al mundo) al dejarnos salir de su
cuerpo, expulsándonos a una existencia autónoma. Cuando bebemos de su seno, nos
habla y nos entrega su tercer don: la capacidad de nombrar al mundo (se
trata de un proceso que puede haber comenzado mucho antes, si la madre nos
habla estando nosotras en su vientre, y de todas maneras, con el solo hecho de
que la madre hable y nosotras escuchemos su voz, nos ponemos en contacto con el
poderoso don que es nombrar el mundo).
La vida, la humanidad
misma surge de y en la relación, y, sin embargo, quizás presas de miles de años
de olvido patriarcal, hoy hablamos livianamente de cosas como amor propio,
auto amor, amarse a sí misma, etc., como fundamentos de nuestra
capacidad de amar. Se suele decir: “para saber amar primero hay que saber
amarse”.
Pero eso es profundamente
problemático, ya que invierte el orden de las cosas que hacen posible incluso
nuestras vidas. Por supuesto, invierte el orden, o mejor, la armonía que hace
posible al amor mismo.
El amor primero nunca es
por sí misma o mismo, este amor es por definición y necesidad lo que sintió
otra por una, y lo que se siente por otra (u otro) y se experimenta con y por
ella solo es posible después.
También, se afirma que la
necesidad de amor, de ser amada, es una debilidad aprendida de las mujeres,
cito una frase ampliamente difundida de la escritora Margaret Atwood: “El deseo
de ser amada es la última ilusión, renuncia a él y serás libre”. Entonces
también la libertad es definida, de paso, como un estado humano en el cual se
han deshecho los vínculos y dejado atrás los deseos. El reino de la necesidad
ha sido abandonado para entrar en el imperio de la voluntad.
Esto es una mentira, pero
se entiende su origen y, sobre todo, su objetivo. Mejor dicho, se trata de un
error, y este error surge del error mayor, que es la negación del origen de
toda criatura humana en el vínculo materno.
Entiendo que la
desconfianza hacia el amor surge de que la mirada esté profundamente heterosexualizada,
es decir, que en ese imaginar, sentir y nombrar el amor, se ponga al hombre/los
hombres en el centro.
Así, también suele
suceder que se nos ponga ante la falsa dicotomía de tener que elegir entre una
adhesión sumisa al padre o una orfandad sorora entre hermanas que se
aman a sí mismas y entre sí, sin mayor distinción. Esto sucede cuando nos
situamos bajo el imperio de las ideologías, también las feministas. Aunque debo
recordar que, la ideología en sí misma, como distorsión de la realidad, es
masculina (la mayor ideología es el patriarcado).
Retomando la línea de la heterosexualización
de nuestro pensamiento-sentir, cuando Kate Millet ha dicho: “el amor es el opio
de las mujeres, mientras los hombres gobernaban, las mujeres amaban”, decía una
verdad, pero una verdad a medias, quizás porque para Millet, como para tantas
otras radicales de su época, la verdad estaba emergiendo. Pero para nosotras,
ahora mismo, más de 50 años después, esto ya no es así.
Hoy la verdad está
expuesta y solo hace falta abrir los ojos para verla: la verdad de la diferencia
sexual, la verdad de la lengua materna que nos permite pronunciarla.
Poner a un hombre en el centro, no es solo distanciarme de la/s otra/s, es instalar un muro entre mí misma y mi origen, entre mí y mí misma. Por eso, pienso que la necesaria crítica a la heterosexualidad tiene que proseguir, pero también cambiar de tono, de color, de palabras. No se trata, pues de “alesbianarse” …
Se trata de
re-conocer la diferencia sexual, fuente de la independencia simbólica, forma de estar en el mundo, para una mujer, que, como dice Diana Gé, va más allá que el separatismo, respetable en sí mismo como propuesta, pero insuficiente.
La fuente de humanidad y
de amor es la madre, la madre es siempre una mujer. Ese fue el primer amor que
conocimos, nos fue dado junto a la vida, ni más ni menos. Puede incluso que nos
haya sido arrebatado o negado, pero la huella de su necesidad y del origen,
siguen allí, imborrables.
La primera fuente y
objeto de amor de toda criatura es la madre, una mujer. Eso también quiere
decir que nuestro origen es el amor, entendido como apertura y abertura,
afirmación de la vida y don. Es decir, el amor en femenino.
Como se ha hecho
necesario aclarar en tantas ocasiones, esto no significa que tengamos con la
madre una relación ideal, o que la maternidad esté siendo objeto de una
idealización (la idealización es siempre una maniobra masculina, significa
alejarse de la realidad porque se la teme y considera un orden inferior de las
cosas, mientras se apuesta por una verdad que estaría más allá del cuerpo, de
la vida y de lo perceptible y decible con los sentidos del cuerpo, y que
requeriría de complicadas maniobras mentales para ser alcanzada, maniobras cuyo
aprendizaje se trasmite entre hombres…).
Como dice Luisa Muraro en
su indispensable “El orden simbólico de la madre”, para entender los alcances
exactos del origen materno, se trata simplemente de evocar la relación con la
madre concreta de cada una. Y es que ésta, más allá de la calidad y
dimensiones de la relación que tengamos o hayamos tenido con ella, nos trajo al
mundo, nos hizo posibles. Esto vale tanto para una madre que nos crió
amorosamente y está presente en nuestras vidas hasta nuestros días, como para
una que nos dejó, por diferentes razones, o incluso para la que estuviera
presente solo en la distancia, y aún si fuera más un obstáculo que una fuente
de nuestra libertad.
Para el simple y llano
hecho de que existamos, su amor y su apertura/abertura al mundo fueron
necesarias. "La vida humana de este planeta nace de la mujer. La única
experiencia unificadora, innegable, compartida por mujeres y hombres, se centra
en aquellos meses que pasamos dentro del cuerpo de una mujer,
desarrollándonos." (A. Rich: Nacemos de mujer).
Las nacidas mujeres, las
hijas, que somos todas nosotras, compartimos con nuestras madres ser el sexo
que da vida, cuerpo y palabra.
Sin
determinismo alguno, dice María- Milagros Rivera Garretas, y luego: "Yo
puedo perder el hilo de mi propia libertad, y no por eso dejo de ser una mujer,
no es obligatorio que te guste la libertad femenina (…) es una propuesta
política". (Conferencia: La verdad ausente de la filosofía).
Esto es así, la capacidad
de ser dos, que traemos inscrita en nuestros cuerpos, nos sitúa en el mundo,
como han señalado las pensadoras del feminismo de la diferencia, con y como una
abertura/apertura al mundo primero, y luego a la otra (e incluso al otro). Cito
a Andrea Franulic: “Y cuando las olas de una no llegan a las otras, cuando
chocan contra las rocas y nos salpican la cara, ¿no es acaso agua de una misma
que humedece la piel?, ¿necesito más? El misterio de la gran diosa Muummu
Tiamat es la abertura al infinito antes de la apertura a otra/o: entre las
piernas de una mujer, la vulva y su enigma clitórico, el uno que es dos”.
No hablamos acá de
“capacidades presuntas”, de “reproducción” ni opresiones e imposiciones, sino
de quienes somos, más allá de las interpretaciones, elecciones y temores que
nos crucen. Y todo lo que creamos nace de nosotras, es traído al mundo por
nuestra apertura, en el único y sexuado sentido de provenir de la parte
principal de la humanidad que la crea. Seamos o no madres de hijas e hijos.
Deseamos la libertad, que
es amiga íntima de la verdad, y no la emancipación, que busca la ruptura con la
realidad, y la cercanía con los hombres y los errores de los hombres. Y esta
libertad, va más de reconocer los vínculos, los deseos, las dependencias y las
necesidades, que de cortar amarras/cadenas y lanzarse sola a emular la aventura
del héroe masculino, el ser sin madre/matricida, que todo lo puede y lo
entiende solo: “Ser libres no significa tanto -o no solo- desligarse del poder
masculino como ligarse a la autoridad femenina". (I. Dominijiani: La
apuesta de la libertad femenina).
Reconocer el lugar
central del amor en nuestras vidas no es más que reconocer su lugar como fuerza
indispensable de y en la vida.
También decía que aquí
está implicada la política. Lo está, porque la
política es lo que surge justo y solamente de estar juntas/os en el mundo desde
nuestras diferencias, de las cuales la de ser mujer u hombre es la principal y
primera.
En mi política, que he
descubierto relacional, de la experiencia de estar en relación con la otra y
las otras, hay amor, y hay apertura y no podría ser de otra forma, sin apertura
no hay relación, ni mundo, ni vida...
Esto me lleva a pensar,
como un apéndice de mis pensamientos, que el temor milenario de los hombres a
ser dominados por el amor a una mujer, castrados (psicoanálisis) o embrujados,
quizás proviene de la consciencia, distorsionada, pero presente, de su
dependencia originaria respecto a las mujeres, al amor, específico, de una
mujer: su madre. Lo he pensado leyendo una entrevista hecha a Patricia Rosas
Lopátegui, biógrafa de la escritora mexicana Elena Garro, al hacer un
comentario respecto a la relación que tuvo con cierto intelectual misógino
(relación que, a juzgar por las preguntas hechas en la entrevista, le parecía
al entrevistador central para definir a Garro). En esta, la biógrafa señala:
"Hay una obra de teatro de Elena Garro titulada “El rastro” (1957) en la
que la dramaturga refutó a Paz. En esta pieza en un acto el protagonista llega
a su choza embriagado para asesinar a su esposa embarazada de su hijo porque,
al haberse enamorado de ella, ha perdido su hombría, su virilidad; sus amigos
machos se burlan de Adrián. Su contraparte aparece personificada por Delfina,
su esposa, que no es la mujer abierta, sumisa, “chingada” de Octavio Paz, ni es
un “revolcadero de hombres”, como la insulta su marido. Delfina es la
personificación de la inteligencia, de la sensibilidad; él no quiere dialogar,
mientras que ella propone la comunicación. Paz describe a la mujer en El laberinto
de la soledad (1950) como un ser enigmático, cerrado al diálogo, como un signo
incomprensible. Garro lo refuta y cambia los papeles. La propuesta de la autora
de El rastro es en definitiva más cercana a la realidad en la sociedad
falocéntrica mexicana; es decir, el hombre es el estoico, cerrado, irracional,
salvaje, “la torre de marfil” y la mujer es brillante, creativa, humana."
(Coincido en todo, menos en aquello de que Delfina no es la apertura, pues si
lo es, su existencia lo confirma).
El amor, para la mirada
masculina, temerosa y desconfiada de su propia situación originaria de
dependencia, puede ser una amenaza. Muy probablemente esto se deba a que esa
dependencia los hombres la experimentan como del sexo que no son (y
jamás podrán ser), y sepan, odiando saberlo, que ellos nunca podrán ocupar ese
lugar.
Pues bien, si los hombres
han desatado la desgracia sobre sí mismos (y sobre la humanidad, o lo siguen
intentando incansablemente), si han mentido sobre quiénes somos y sobre quiénes
son ellos: ¿por qué esto debería arrastrarnos a nosotras? Si aún estuviéramos
sumergidas en el relato patriarcal, si camináramos por el mundo lamentando ser
“el segundo sexo” y anhelando llegar a ser “el primero”, podríamos temer
también, negar y desconfiar. Si no hubiésemos descubierto, experimentado,
sabido el amor entre mujeres.
Pero no es así. No es así
porque tenemos historia y palabras para nombrarla, y como se ha dicho, siempre
hay una mujer primero.
Para nosotras, comprender
nuestra diferencia sexual lo cambia todo. Una se sabe mujer y sabe que una
mujer está primero, no por jerarquía sino, de hecho, porque así es la vida.
Amar a una mujer, como
mujer, lo cambia todo, cambia, por supuesto, la concepción de amor, abre los
ojos, si puedo expresarlo así. Esto es siempre una posibilidad, más que una
garantía o una inmediatez. Digo esto porque es cierto que no hay determinismos.
Como dice Andrea Franulic en su artículo “Existencia lesbiana y diferencia sexual”:
en el amor entre mujeres puede presentarse, y se presenta, el mal, si no hay
consciencia de la diferencia sexual, si no hay un reconocimiento, como mujeres
de ese origen materno… No basta con ser lesbiana, dice Andrea textualmente.
En este sentido, no es
cierto aquello de que para saber amar hay que amarse a una misma primero. Es
más bien al revés: ser amada, o al menos, consciente de la necesidad de amor, y
de haber surgido del amor, es lo que enseña el amor, lo que enseña a saber
amar.
El amor a una mujer se
siente como volver a la fuente misma del amor, a una, es apertura, sin importar
si se recibe o no como una desea que sea recibido. Recuerdo aquí la cita de mi
querida Andrea Franulic, la apertura sigue en una, más allá de como sean recibidas
las aguas de su entrega.
Esto es porque la vida es
la aventura total, el arrojo y la novedad en el mundo, del mundo… Sin
garantías.
El amor sensual entre
mujeres ha sido una fuente de libertad, felicidad y creatividad femeninas
durante toda la historia, y me atengo a la verdad más estricta si digo que el
amor de las mujeres ha traído y mantenido la vida humana desde que la humanidad
existe.
Hace poco leí de Fabiola
Milán (una contacto de Facebook) señalar que el amor es la medida que nos
permite reconocer la verdad y distinguir el mal del bien. Y lo decía frente al
equívoco extendido de que el amor “distorsiona” la mirada de las mujeres. Las
mujeres que nos reconocemos en nuestra diferencia sexual sabemos medir con la
medida del amor. En eso no nos equivocamos. En otras cosas sí. Quizás
justamente lo hacemos, equivocarnos, y de la peor forma, cuando perdemos la guía
de amor.
Ayer me encontré, por
casualidad, con el aviso de la presentación del libro de M.-M. Rivera Garretas:
“El placer femenino es clitórico”, y esto es lo que decía respecto al libro: “es
una celebración del amor, del amor de las mujeres y del amor entre mujeres que
ha nutrido la historia pese a todos los intentos de erradicarlo”.
Así, ¿qué más político en
el sentido femenino, abierto, de la política, que cuando hablemos del amor, lo
hagamos en lengua materna, dejando atrás la inútil y tramposa carga del relato
masculino de la miseria y del dominio?
Levantémonos del suelo,
pues, y dejemos de hablar de los hombres y para los hombres, con sus palabras
erradas, mentirosas y equívocas.
Palabras finales
He querido decir que el
amor de las mujeres es la fuente de nuestro amor, que éste nace de la relación
originaria y que, en ese sentido, la relación también lo funda. No se puede
amar la nada ni la mismidad. En ese sitio, imposible, sencillamente no hay
amor. No hay vida.
Afortunadamente, ese no
es nuestro lugar.
Hasta ahora, no he
encontrado palabras mejores para expresar todo esto que las que cito a
continuación de Luciana Tavernini: “(...)
para el ser humano, el origen es siempre dual y dispar; dicho con más
precisión, que existe el período de la gestación, en el cual la madre tiene
dentro de sí a la criatura, de modo que, en el origen, el dos precede al uno”.
Nuestro amor no es fuente
de sufrimiento ni de debilidad, sino una fuerza creadora que nos indica el
camino del placer y de la libertad.
Y en el amor, como en
todo, entonces, también el dos precederá a la una.
* Escribí este texto en su forma original para la primera Feminaria: Sobre las mujeres y el amor, organizada por las mujeres de Tallercitas Feministas, de México. A ellas agradezco la creación de un espacio para hablar de Amor, tema tan caro para nosotras, y especialmente, a Mag Mantilla, por el acercamiento alegre y abierto que estamos teniendo. Éste ha sido hermosamente acompañado por los comentarios de Diana Gé, en la lejos-cerca de una conversación que he querido que nunca acabe, para ella mi gratitud y reconocimiento amorosos, en el sentido fuerte de las palabras.
(De las cosas que aprendí y pude decir contigo, mediada por tu presencia).
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